dimecres, 17 de juliol del 2013

Apaguen las luces

¿Para qué engañarnos? Adoraba la inestabilidad en la que se encontraba inmerso. Lo único que quería era vivir naufragando en un mar de sensaciones. Acostarse amando la noche, la lucidez etílica y la chica a la que prometía la luna y levantarse odiando la noche anterior, las dos últimas copas que sobraban y los kilos de maquillaje esparcidos en el lecho junto a esa chica a la que ya ni prometía el sol.

Su vida se estaba convirtiendo en una oda a la vida nocturna. Sí. “No le faltaban vasos, ni besos, pero le sobraban excesos, fracasos y vomitonas.”

Le atormentaba caer en una contradicción constante. Quería convertir aquello efímero en algo eterno, aun sabiendo que era imposible. Devoraba el presente con la precisión con la que el buitre carroñero espera el momento de abalanzarse sobre la presa moribunda, pero se fustigaba por dejar de pensar en la levedad del instante pasado o futuro.

Sentía que si dejaba de reflexionar sobre el pasado estaba olvidando sus orígenes, su vida entera. También sabía que había algunas hojas de su historia que aún estaban manchadas de la sangre más impura. Y es que uno aprende a vivir sin eso, pero nunca a olvidarlo del todo. Sea lo que sea. El fracaso. El desamor. La enemistad. La muerte cercana.

Asimismo, era incapaz de imaginarse un futuro sin sombras. La vida profesional quedaba en un segundo término. Sabía que tenía talento y que lo iba a explotar de algún modo u otro. O no. Pero ahora mismo le traía sin cuidado. Aquello que no le dejaba conciliar el sueño en noches abstemias de pasiones era la realización personal. Pensaba que estaba dando tumbos sin sentido en busca de amores imposibles, sueños inalcanzables, estudios de importancia relativa o resquicios del corazón que conocía de antemano que no se iban a reabastecer.

Era incapaz de imaginarse a alguien a su lado porque ya le habían acribillado antes el corazón y temía recaer en esa excesiva bondad autolesiva de darlo todo a quien no lo mereciese. Ya se había entregado antes hasta la saciedad y se había dado con un canto en los dientes. Pese a esto, el chaval seguía creyendo en la idea del amor imbatible, que todo lo puede, que todo lo cura. El de los locos a los que poco les importa morir cada día entregando una parte más de su corazón. El suyo, vaya.

En medio de esa incertidumbre seguía recordando aquella máxima que decía que “el hombre nunca sabe lo quiere, porque al vivir una sola vida no la puede comparar con una vida anterior o posterior”.

¿Para que engañarnos? Seguía adorando aquella inestabilidad entre el “carpe diem” y los valores eternos. Quería seguir viviendo naufragando en un mar de sensaciones. Mañana se iba a despertar y se volvería a comer el mundo de un solo mordisco, como de costumbre. Con o sin ella, pero consigo mismo.

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